Comentario
Una encuesta realizada en 1962 entre historiadores situó a Eisenhower en el puesto vigésimo primero entre los treinta y cuatro presidentes norteamericanos existentes hasta entonces. Veinte años después, en cambio, fue considerado ya como el noveno en una lista que contenía más nombres. Este mayor aprecio con el transcurso del tiempo puede explicarse en parte por el hecho de que el clima se había hecho más conservador, pero en realidad la anterior visión peyorativa había sido exagerada e injusta.
No es una casualidad que en una era conformista estuviera al frente de los Estados Unidos una persona capaz de unir al país, hacer posible la derrota de los demócratas y ser personalmente un modelo de seguridad y de serenidad. Uno de sus colaboradores -antiguo ejecutivo de la empresa automovilística- fue quien dijo la famosa frase de que "lo que es bueno para la General Motors lo es para los Estados Unidos". Eisenhower, héroe nacional y persona lo bastante popular para ser aludido con el apodo de "Ike", apareció como un "padre benéfico", en apariencia bondadoso pero un tanto inútil por apatía y carente de cualquier altura intelectual. Él mismo ayudó a ello cuando definió al intelectual como "un hombre que emplea más palabras de las necesarias para decir más de lo que sabe". A menudo, daba la sensación de ser incoherente en las conferencias de prensa y poco asiduo al trabajo. Kennedy le llegó a definir como un "no presidente". Sus adversarios dijeron de él, despreciativamente, que si había que tener un presidente golfista era mejor que al menos fuera bueno en ese deporte.
Pero, en realidad, Eisenhower fue mejor que como le presentaron sus adversarios. Aunque en la Academia había sido un alumno mediocre, más interesado en los deportes que en las asignaturas, probó su altura en una carrera militar en la que sobre todo se dedicó a tareas de Estado Mayor: tenía formación intelectual e, incluso, había escrito parte de la Autobiografía del general Pershing. A pesar de la fama que tuvo en sentido contrario, como presidente dirigió tanto la política exterior como la interior con mano firme y no estuvo dominado por los acontecimientos, como muchos le atribuyeron.
Fue, eso sí, adicto a una forma óptima de sobrevivir como hombre público: dar la sensación de que estaba por encima de la política mientras otros hacían declaraciones más detonantes. Era, en realidad, más hábil, ambicioso y egoísta de lo que podía pensarse, pero también tenía una decidida voluntad de servicio político y muy buenos conocimientos de política exterior, muy superiores a los de su antecesor, Truman.
La línea fundamental de la política interna seguida por Eisenhower estuvo al margen, e incluso en contra, de lo que querían los dirigentes republicanos hasta entonces predominantes en el partido. En realidad, él había tenido sus responsabilidades militares más importantes con presidentes demócratas y, como sabemos, Truman pensó en algún momento que le podía sustituir en el puesto presidencial. Pero "Ike" estaba en contra del excesivo intervencionismo del Estado y no le gustaba en absoluto Truman. En más de una ocasión, pensó en la posibilidad de formar un tercer partido que se situaría entre los dos tradicionales de la política norteamericana.
Su popularidad fue tal que ganó las primarias contra Taft en 1952 sin ser candidato, ni tan siquiera miembro del Partido Republicano. Fue el candidato ideal para un momento en que, en realidad, había en la sociedad norteamericana un esencial consenso en materias políticas. Como afirmó Irving Howe, el adlaísmo -de Adlai Stevenson, el candidato demócrata- era "un ikeísmo con un toque de alfabetismo e inteligencia". Stevenson, en efecto, parecía ser todo lo que "Ike" no era, pero entre los dos las diferencias de principio fueron circunstanciales.
Como compañero de candidatura, Eisenhower tuvo a Richard Nixon. Político profesional, ducho en habilidades maniobreras y preparado en política exterior, pero con una psicología muy complicada y más conectado con la derecha del partido, le completaba por este flanco. Eisenhower ganó las elecciones con un confortable 55% y los republicanos consiguieron dominar en ambas Cámaras.
Esa situación, sin embargo, no duró mucho, pues en 1954 los demócratas volvieron a mandar en el legislativo. En el verano de 1955, Ike tenía la aprobación de nada menos que el 79% de la opinión pública, a pesar de que siempre dejó caer la posibilidad de que no se presentaría para un segundo mandato. Cuando, en septiembre de 1955, sufrió un ataque al corazón, John Foster Dulles, el secretario de Estado, jugó un papel político mucho más importante que el de Nixon. A éste, de cara a una nueva campaña electoral, le ofreció inicialmente un puesto ministerial y no la vicepresidencia, pero si siguió siendo candidato fue porque Ike consideraba que no podía maltratar a quien había sido fiel colaborador suyo. Los demócratas convirtieron la campaña de 1956 en televisiva (había ya 35 millones de receptores en los Estados Unidos), pero de nada les sirvió porque el electorado ratificó su confianza al general.
Cuando, en noviembre de 1957, Eisenhower sufrió un segundo ataque al corazón se pensó en la posibilidad de una retirada antes de cumplir el plazo del mandato presidencial. Poco después estallaban los primeros disturbios raciales y esto, junto al lanzamiento del Sputnik, pareció romper por vez primera con la habitual complacencia norteamericana y perjudicó la imagen del presidente. Pero éste en 1959, ante la crisis de Berlín, reaccionó de una forma muy relajada y oportuna, tratando la cuestión como uno más de los conflictos entre el Este y el Oeste. En 1960, se repitieron circunstancias poco gratas cuando fue derribado un avión espía que volaba sobre la URSS. En los momentos finales de la presidencia, existía la convicción generalizada de que era necesario un relevo generacional al frente de los destinos del país.
Eisenhower no estaba especialmente informado de las cuestiones de política interior, pero sí tenía una concepción general con respecto a ella. Estuvo, por ejemplo, siempre dispuesto a aceptar reformas moderadas de carácter social y, al mismo tiempo, quiso reducir el presupuesto de Defensa, recordando que un bombardero moderno costaba lo mismo que construir una escuela en una treintena de ciudades. En otro aspecto, también su política pareció contradictoria con su procedencia militar: si Truman hubiera optado por su política respecto de Corea quizá hubiera tenido graves problemas con el legislativo norteamericano. Los resultados de su política social resultan cuantificables de forma precisa: durante su presidencia, el gasto social pasó del 7.6 al 11.5 del PIB.
Aunque en otro capítulo se tratará de forma más detenida de la evolución de la política exterior, resulta oportuno señalar el giro que Eisenhower dio a la norteamericana. También en este terreno, su política estuvo alejada de la habitual en la derecha republicana. No hizo caso, por ejemplo, a Mc Carthy aunque tampoco se enfrentó con él. Si lo ignoró fue porque pensó que lo que realmente quería era propaganda en la prensa, aunque hubiera podido, con su inmenso prestigio moral, hacerle desaparecer de la escena pública. Lo que acabó con el senador fue su intento de tratar de descubrir actividades subversivas en el Ejército norteamericano. Los propios medios de comunicación que lo habían elevado fueron los que acabaron con él. A fines de 1954, el Senado le condenó por una mayoría abrumadora. En la campaña presidencial de 1956, cuando quiso aparecer en un acto junto a Nixon, se le dijo que se alejara y luego le hallaron llorando. Murió en 1957 de una enfermedad de hígado, cuando sólo tenía 48 años y todavía era senador.
La política exterior norteamericana de la época consistió en una sucesión de crisis en las relaciones entre Estados Unidos y la URSS, en las que Eisenhower siempre supo evitar que su país se involucrara demasiado en situaciones conflictivas y, menos aún, llegara a correr el peligro de un conflicto mundial. De esta manera logró con rapidez el armisticio en Corea sin dejar que este conflicto se eternizara. En realidad, no cambiaron los planteamientos fundamentales de la política exterior de la guerra fría. Lo sucedido en Indochina en el momento de la derrota de Francia le llevó a defender la teoría del dominó, es decir, la tesis de que en el caso de una victoria del comunismo en el Sureste asiático se podía producir un derrumbamiento generalizado.
Pero esta prioridad antisoviética no le hizo perder la prudencia. En cinco ocasiones, el Jefe del Estado Mayor quiso provocar una intervención norteamericana en Indochina y en las cinco el presidente se negó a hacerlo. Su secretario de Estado, John Foster Dulles, era un abogado presbiteriano de amplia formación y muy influyente en el mundo más conservador, pero en política exterior las grandes decisiones las tomó siempre el presidente. Muy ideologizado y maximalista, Dulles podía ser legalista e inflexible hasta el extremo, incluso con los aliados. Eso le hacía muy poco práctico en las negociaciones y solía incapacitarle para comprender la evolución del mundo. A la hora de negociar, Dulles solía parecer "un puritano en una casa de lenocinio". No quiso dar la mano a los negociadores comunistas chinos en Ginebra y a Nasser siempre lo consideró como un comunista, y no un nacionalista.
Eisenhower era mucho más flexible. Sí aceptó la estrategia de la "respuesta masiva" porque tenía mucho que ver con dos rasgos esenciales de la política exterior norteamericana: confianza en la técnica y el deseo de evitar grandes ejércitos profesionales. De hecho, unas 671.000 personas dejaron el Ejército norteamericano, reducido a tan sólo unas 800.000. El papel concedido a la bomba atómica como supremo instrumento para la estrategia militar tuvo, como es lógico, graves inconvenientes. Entre 1946 y 1961, el Gobierno norteamericano hizo explotar unas trescientas bombas nucleares en el desierto de Nevada, sometiendo a radiaciones a unas 200.000 personas. Mientras tanto, en 1955, puso en marcha la primera central nuclear comercial.
Otro rasgo importante de la política exterior seguida en estos momentos radica en la utilización de los servicios secretos. Allen Dulles, hermano del secretario de Estado, dirigía la CIA, Central de Inteligencia. Eisenhower la utilizó siempre porque pensaba que tenía que ser un arma esencial en la política exterior de la guerra fría. En 1954, por ejemplo, el derrocamiento de Arbenz en Guatemala fue conseguido por este procedimiento. Los golpes de la CIA fueron aceptados por los medios de comunicación, beneficiaron a intereses económicos capitalistas norteamericanos y convencieron al presidente por la aparente facilidad y lo poco oneroso de su realización.
Pero, con el paso del tiempo este tipo de operaciones resultaría más dudoso. Cuando en 1956 se produjo la sublevación de Hungría, Eisenhower declaró que la intervención norteamericana era improcedente, porque el país era tan inaccesible como el Tíbet, pero lo cierto es que la CIA había contribuido a atizar la insurrección. En el caso de Cuba, como veremos, la CIA preparó el derrocamiento de Castro, pero Eisenhower trató luego, cuando fracasó el intento, de hacer desaparecer su implicación en el desembarco de los disidentes en la isla.